Huellas del paraíso

Manuel Velasco

08.02.2025 - 22.03.2025

(Pre)visiones de un futuro inmediato: el Edén tras el Telón

 

A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.

Junichirō Tanizaki. Elogio de la sombra. 1933

 

En las páginas finales de El mapa y el territorio (2010), Houellebecq tiene una visión. El futuro del Ruhrgebiet se le aparece así: “De Duisburg a Dortmund, pasando por Bochum y Gelsenkirchen, la mayoría de las antiguas fábricas siderúrgicas habían sido transformadas en centros de exposiciones, espectáculos, conciertos, al mismo tiempo que las autoridades locales intentaban implantar un turismo industrial fundado en la reconstrucción del modo de vida obrero a principios del siglo XX. Toda la región, de hecho, con sus altos hornos, sus escoriales, sus vías férreas abandonadas, donde terminaban de oxidarse los vagones de mercancías, sus hileras de barracones idénticos y bastante pulcros, a veces amenizados por jardines fabriles, se asemejaba a un conservatorio de la primera era industrial europea. A Jed le había impresionado entonces la densidad amenazadora de los bosques que rodeaban las fábricas al cabo de apenas un siglo de inactividad (…). Aquellos colosos industriales, donde antaño se concentraba el grueso de la capacidad productiva alemana, ahora estaban herrumbrosos, medio derruidos, y las plantas colonizaban los antiguos talleres, se infiltraban entre las ruinas y las envolvían gradualmente en una selva impenetrable”.

Es muy evidente el paralelismo entre este presentimiento houellebecquiano y el que se materializa en Huellas del paraíso: no sólo el paisaje –la naturaleza, considerada aquí como una alegoría del edén- parece surgir espectralmente entre esos fondos de óxido y pintura tan característicos de Manuel Velasco como de la estética de lo fabril –qué mejor imagen de lo industrial en declive que los desconchones en la pintura de una puerta o una máquina de chapa oxidada-, sino que el artista, que tiene su taller en La Marina del Prat Vermell, espera resignado, en esa antigua zona industrial barcelonesa cuya decadencia se remonta a los años 60, la inevitable demolición de todo el barrio. Probablemente las fábricas del Ruhr sufran la misma suerte: lo de Houellebecq es sólo un sueño.

El Edén tras el Telón, por tanto, porque así se titulaba la última individual de Manuel Velasco en la Sala Parés. Resquicio (2022) era una exposición dura. El inicio de la serie se remonta a unos años atrás y tiene lugar en un momento difícil para el artista y para la humanidad: apenas unas décadas después de la caída del Muro de Berlín se alzan nuevos muros aún más grandes –el que separa a los saharauis de Marruecos tiene más de 2700 kilómetros, el de Cisjordania, más de 700…- pero, sobre todo, y como consecuencia de la aparición de nuevas potencias -y el consiguiente declive de las viejas-, se fraguó en la Europa y la Norteamérica de aquellos años un movimiento de repliegue, de desconfianza hacia el extranjero y de defensa de lo identitario que ha terminado de estallar, como vemos, a lo largo de estos últimos meses. Manuel Velasco inició entonces un trabajo con el polvo de hierro –un material utilizado en la industria siderúrgica y en el procesamiento de productos agrícolas- que sigue desarrollando. Al principio, esas superficies herrumbrosas, ocasionalmente horadadas, como si hubieran sufrido impactos de bala, figuraban banderas. La bandera es, sin duda, el símbolo perfecto de este –en mi opinión, perfectamente inútil, además de éticamente dudoso- repliegue sobre posiciones conocidas. Hay ciertamente un desconcierto frente a la reconfiguración planetaria provocada por la globalización –o sea, por la revolución de las telecomunicaciones- y últimamente suelo decir que los que estamos en el mundo del arte tenemos la suerte –gracias especialmente al surrealismo- de estar familiarizados con la posibilidad de lo extraño; y lo insólito, lo incomprensible, lo desordenado, lo irracional o lo azaroso. Y lo maravilloso. Así, Manuel Velasco, que sin duda veía amenazada la moderna utopía –Imagine there’s no countries- se rebeló contra muros y banderas: los oxidó, los rayó, los perforó, arribando así, tal vez inesperadamente, a una poética de lo industrial extraordinariamente eficaz, sensual y propia.

Este artista, que a principios de los 2000 había aprovechado los nuevos medios para desarrollar un interesante fotorrealismo que versaba tanto sobre el paisaje terrestre y marítimo como sobre el entorno urbano (cuadros que se expusieron en la recordada Galería Almirante de Madrid y en la prestigiosa Sala El Brocense de Cáceres, con prólogos de Óscar Alonso Molina), llega a la abstracción en la década siguiente y enseguida empieza a desarrollar unos procedimientos que tienen mucho que ver con los que emplea ahora. Se trataba entonces de desgastar la pintura, de añadir y quitar capas, de rascar y levantar. Sobre estos procesos de acumulación y recuperación se ha escrito mucho; es la mecánica del zigurat, el antecedente de la pirámide, de la Torre de Babel y, en cierto modo de la enciclopedia: es aquella construcción que se levanta sobre sus propias ruinas, que acumula en sí misma su pasado y que aspira a tocar el cielo porque reúne todo el saber conocido. En esta construcción eternamente excavada por los investigadores, igual que en esos cuadros que parecen paredes pintadas y desgastadas infinitas veces y evocan paisajes abstractos, cada capa remite a un momento concreto (además de participar de la construcción de la imagen final): el cuadro remite a sí mismo, cuenta la historia de su elaboración y, al hacerlo, construye una imagen nueva. Así, está la imagen, está el paisaje, pero está también el objeto cuadro, pura materia (sondeada). Sobre esta coexistencia de “capas de realidad” –esencialmente lo ilusorio y lo real- basa Hoffman su clásica teoría del arte moderno: está presente en el arte medieval –los códices con su relato, sus ilustraciones, sus letras de pan de oro, sus filigranas- y retorna con el collage cubista, que combina la escena pintada con recortes de periódico y otros objetos.

Dícese todo esto porque es probable que Manuel Velasco, que como se ve ha evolucionado siempre en torno al paisaje (le dedicó un texto Javier Hontoria, el gran crítico especializado en paisaje- y retorna ahora a él de un modo realmente elegante, esté en el mejor momento de su carrera. En estos paisajes sutiles, esenciales –con un indudable perfume oriental-, mínimos, que aparecen espectralmente entre los restos del material industrial hay, además de la evidencia de un dominio del trabajo con el óxido y el color –de todos modos Manuel Velasco siempre ha sido muy hábil con la materia, ha inventado varios procedimientos eficaces-, un elemento nuevo y maravilloso, que es el dibujo. Líneas que figuran plantas, bosques, aguas y horizontes sin dejar de ser líneas o, para ser más precisos, rayaduras que sin dejar de serlo provocan mágicamente la aparición de un espacio, un mundo, más allá de la superficie metálica. Un edén, dice el artista, acaso saturado, como todos, de un desarrollismo desaforado que ya no lleva a ninguna parte (en el mejor de los casos), que en esta alegoría del ocaso industrial –bastante más bella, en ese sentido que la de Houellebecq- toma forma de alucinación. Hay muchas cosas más en estas bellas pinturas, demasiadas ya para ser contadas –cuando un artista llega a la madurez ya no puede dar cuenta de la cantidad de elementos que conforman su obra-: las huellas que dejamos –cuya metáfora son los arañazos, pero también esos dibujos sobre papel hechos con la oxidación de objetos metálicos-, que desde siempre obsesionan al artista, las sombras y los reflejos, las tragedias del mundo –“pintura para tiempos ásperos”, me dice-, el amor por la naturaleza, el terrible problema climático, y Tanizaki, y El Bosco, y Durero… Al formalista, en todo caso, le importan sólo esas atmósferas tenues y sugestivas que crea la materia cuando se la deja ser y esos dibujos mínimos, sabios, a la vez orgánicos y geométricos: es la naturalidad con la que surgen y construyen la escena la que garantiza que la pintura es cierta. No sabemos lo que vendrá después de la civilización industrial basada en la quema de combustibles fósiles pero, sea lo que sea, está aquí, presentido.

 

Javier Rubio Nomblot

 

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